jueves, 28 de marzo de 2013


Una cama con acolchado azul, un azul tan apagado que si lo mirabas con atención podías descubrir que en realidad no era azul; sino que era gris, una mezcla entre blanco y negro, con más negro que blanco, y una pizca de azul. Era como ver un cielo que  en determinada hora  del día estuvo celeste, como la lona de una pelopincho, pero que ya no lo estaba; debido a que la claridad fue oscurecida por una nube negra como la noche; prometedora de chaparrones  y de algunas centellas.
Sobre la frazada había una almohada vieja y raída, con tanto uso que ya se había disminuido a la mitad de su tamaño real; la cabeza tiene un peso mayor que el resto del cuerpo, esta alberga kilos, litros, kilómetros, y también centímetros de jugosas y pesadas ideas, de las buenas y de las malas, entonces imagínense como puede llegar a quedar el mísero pedazo de goma espuma que constituye al mini colchón de nuestro cráneo. Más debajo de este, había un gran bulto; una deforme redondez que subía y bajaba lentamente,  al compás del tic tac del reloj de pared que le había obsequiado la abuela Rita al enterarse de que la pareja con la que estuvo durante cinco largos e interminables años, ya no existía, había desaparecido de un momento a otro, como las nubes que asimilaban al acolchado, como el mal aliento mañanero que se esfuma con un Beldent de menta, como la sonrisa se escapa de la boca al enterarse de una desilusión del corazón. Fue un gesto de lástima, regalar un reloj tras una ruptura amorosa, es extraño, quizás fue un intento de secar las lágrimas que no corrían por las mejillas, o fue simplemente una manera de gritar sin emitir palabra “el tiempo vuela”.
Bajo la colcha había una persona, que sonreía al recordar el día en el que el supuesto amor de sus veinte años de vida le había pedido que se mudara con él a su departamento en el medio del campo, pudo visualizar la carcajada que emitió ante la loca propuesta, seguida del  beso que le acarició cada una de sus venas que iban dirigidas al corazón, un contacto de bocas con mucho más poder afirmativo que cualquier “si” o movimiento con la cabeza de arriba hacia abajo. Al parecer la felicidad que llego a tener en aquel día fue tan grande, que aún dejaba marcas que habían sellado el alma hasta el punto de decir que la alegría vivía presente en su espíritu; siempre y cuando recordara la voz ronca que le proponía hacer un cambio en su hermosa, pero terriblemente monótona, vida.
Siguió riendo durante mucho tiempo, pero ya no era una risa que marcara regocijo, ahora era una risa de pena, pena de darse cuenta que al cambiar de vida, todo seguía igual, la rutina no había cambiado, ni nunca iba a cambiar, porque ella era la que inconsciente insistía en no romper con aquella serie de acciones que en un momento tanto placer le habían dado. Se resistía a pensar que el estar en una cama ajena no hacía el cambio, porque solo era un lugar para dormir, y el descansar no va a modificar lo que necesita transformar el despertar.