sábado, 25 de octubre de 2014

Escaparse del mundo de cuencas azules,
ir lejos de la tierra ciega que mira.
Conozco tu pasado, sé que ayer no veías.
Te equivocas, ojos nunca ha mendigado,
esta masa asqueada por tu paso.
Suéltame el brazo, seré imprudente
como tú, cuando sin motivo nos castigas.
En vano hablas a la omnipotencia que te dio la vida;
arrodíllate a mi merced querida hija mía.
Cierra el pico, sé que en tu ausencia se respira.
Toma el aire que quieras, veamos si eso basta
para que puedas seguir con la cabeza erguida.

lunes, 20 de octubre de 2014


 

  El señor Méndez, originario de la Isla Martini –conocida vulgarmente como “Margarita”-, quería conocer su rostro antes de morir. Tarea para nada sencilla, sabiendo que la Constitución de este pedacito de Argentina perdido en el mar, prohíbe cabalmente el conocimiento del propio físico por medio de instrumentos artificiales. La contemplación de uno mismo sólo es legal cuando está llevada a cabo por los propios ojos, la intervención de terceros elementos, -ya sea cámara fotográfica, espejos, cucharas de acero en dónde se aprecian brumas humanas, aguas con una transparencia reflejable, inocentes ojos de niño con atisbos de personas en su fondo, vidrios etéreos- es considerada como una actividad clandestina. El artículo número diecisiete castiga al quebrantador de dicha Ley con la muerte, y no con cualquier muerte, sino una que deja a la eternidad del recuerdo una huella humillante. Hasta el día de hoy, nadie se atrevió a circular en sentido contrario a las normas; pero hoy es otro día, y a Méndez ya le pesa el paso del tiempo. Su muerte puede ocurrir en cualquier momento, cumple cincuenta y seis años desde que vino al mundo, aquí, en la Isla Martini.

  A la hora del almuerzo, vino su familia a visitarlo. Mercedes, su hija más grande, trajo a los niños, para que alegraran a su abuelo de la depresión de la vejez que viene, pero no se va. Facundo y Mía, los gemelos, saltaban alrededor de Méndez, tirándole las orejas, chocándose entre sí, llevándose puestas las sillas y las paredes. La infancia en terreno Margarita era agobiadora, el nacimiento de una criatura, era la preparación de un nuevo antifaz sin agujeros, para que nadie pudiera apreciarse en la vivaz mirada de los niños. Con los años, la amargura de la vida enmaraña cada parte del chiquillo, hasta adueñarse de los ojos como Madreselva. Llegado el día, ven por primera vez al mundo.

  Muchas parejas tuvieron hijos para conocerse a sí mismos, he visto embarazadas tejiendo mascarillas para su primogénito con ademanes pérfidos, acompañadas por maridos que sólo las soportaban debido a la imposibilidad de llevar un crío en su vientre y de parir en soledad. Se equivocaron al creer que nadie descubriría sus intenciones, la justicia se encarga de repartir muertes entre risas y dejar a niños huérfanos en estos casos.

  Facundo y Mía estaban acariciando al perro (era un gato, pero ellos siempre creyeron que era un perro), con sus piernitas amoreteadas al Sol, cuando Mercedes trajo la torta de cumpleaños con las velas del cinco y el seis. Tres deseos, Méndez pidió solo uno. Mientras soplaba las llamas, se preguntaba de qué sirve la aprobación de su familia, cuándo no podía conocerse a sí mismo.

  Y ahí fue el momento en el que su cabeza se volcó hacia el bando enemigo del gobierno. Echo a su familia de su casa, excusándose con un dolor de cabeza. Esa noche, Méndez, no asistió a la rutina de la Isla, y fue en busca de su rostro.

  La vida nocturna en Margarita, era muy agitada y alegre. Los ciudadanos se reunían en el patio Central, junto a las palmeras y los viñedos, y al calor de la euforia de la unión, hacían vino.

  Cuando Méndez salió de su casa, la ceremonia estaba por comenzar, hombres con saco y zapatos pulidos con betún –con el lustre justo, para evitar centelleos de narices, pómulos, ojos o bocas en la negritud del calzado- , mujeres con vestidos espumosos olorosas a Heno de Pravia, y acicalados niños con los ojos tapados, caminaban con prisa por el camino que dirigía al centro. Para pasar desapercibido, sacó el traje del armario y se lo puso. Era su preferido: esmoquin y chaleco azul, con moñito haciendo juego. Antes de irse, volvió a repetir las mismas acciones que había ejecutado hace cuarenta y cuatro años atrás, cuando había cumplido doce años y fue liberado del tapa ojos. La emoción de ese entonces, sólo podía superarse si veía su rostro. Al dormirse sus padres en la siesta de las tres, revolvió cada utensilio de la cocina para encontrar un plato, una olla, algo en lo que pudiera verse reflejado. Se largó a llorar frente a los cuchillos y las sartenes negras. No existía manera de verse, los vidrios estaban polarizados, el mar estaba enfermo de una opacidad  desconocida para la Pachamama.

  Esa noche, probó el vino. No falto a ninguna de las ceremonias nocturnas desde ese entonces. A excepción de esta noche, la noche que es necesario documentar.

  Méndez decidió ir a visitar al pintor de Martini, Víctor Rodríguez, el mejor retratador de los vastos kilómetros de tierra que lo rodeaban. Víctor pintaba por gusto, coloreaba amaneceres en las paredes, dibujaba la ceremonia vinícola, las uvas bajo los pies siendo aplastadas por todos, el vino saltando de mano en mano, los niños llorando por no encontrar a sus padres, tirados borrachos en la orilla del mar. Era un artista nato, pero no realizado completamente. En sus obras faltaban las personas, los rostros, los niños, sólo dibujaba a los paisajes desnudos de quienes le daban vida a las damajuanas que explayaba en sus telas a modo de fantasmas flotando en el centro.

  Méndez fue a visitar al pintor Rodríguez al anochecer, en la semana mantuvo la boca cerrada para que nadie se enterara. Esquivando rostros conocidos que lo pudieran cuestionar, -no había planificado una respuesta antes los “¿Hacia dónde va Don Méndez? ¡El camino es para allá hombre!”- marchó rectamente hacia su rumbo. Quería lograr su misión, cueste lo que cueste.

  Así es como se dirigió al Monte Champagna, dónde vivía su salvador, Víctor. Encaminado hacia el destino, era pura sonrisas, que placer más grande el previo al cumplimiento de los sueños, cuanta alegría lo invadía al imaginar su rostro en otro sitio que no fuera su propio rostro. ¡Lo iba a ver! Se iba a conocer, todo cambiaría desde ese entonces, sus dudas existenciales, su manera de encarar la vida, nada sería igual. Sería feliz, las autoridades no se enterarían del intruso conocedor de sí mismo, lo dejarían ser, creyendo que es uno más levantando su copa de vino para brindar por las noches alegres, y las mañanas de resaca que se saltean al dormir hasta la hora de la merienda.

  Entre ensoñaciones prometedoras y cánticos tangueros, Méndez serpenteaba los árboles del recorrido. “Salió a contramano, mi amigo, al nacer. Por eso que todo le sale al revés.” Sus entonaciones lo hacían reír, era la primera vez que sentía alegre sin el vino. El Cielo parecía haber confabulado a su favor, las posibilidades estaban a sus pies, el viento jugueteaba con la incipiente calvicie, una mano le daba golpecitos en la espalda. Estuvo a punto de derrumbarse al sentir los insistentes deditos que punzaban su saco. Empalideció como papel de manteca al descubrir a Marta detrás.

  “¡Dón Nicolá! ¡Qué hace usté en esta zona tan desagradable!” La señora de los arrugados párpados celestes giraba sobre sí misma mientras le hablaba a Méndez. Tenía el rouge acumulado en las comisuras de los labios, su cabeza le daba vueltas, al hablar exhalaba un aliento con el olor dulzón y rancio de los viñedos de Margarita. Méndez se despreocupó al darse cuenta de que Marta no recordaría ese episodio al amanecer, se sintió un poco desgraciado también. ¡Cuántas noches risueñas y vacías había en la Isla! ¡Qué alegres y ficticias eran las charlas en la medianoche!

  Dejo a Marta sentada en un cordón de tierra, y siguió su camino. Marta vomitó detrás de un árbol al notar que “Dón Nicolá” se había marchado.

 Víctor Rodríguez lo esperaba en el primer piso de su departamento. Era un pintor esnob, enamorado de cada pintura que hacía, encantado con su descuidado y sucio cuartucho repleto de trastos sucios y jarras de vino. Acepto la idea de Méndez en un periquete, no le importaba que lo descubrieran en la ilegalidad, tenía la estúpida idea de ganar reconocimiento al morir. Se veía a sí mismo como un subversivo, peleando contra la mano dura de la Isla Margarita, se regocijaba ante su imagen de mártir.

  Méndez le exigió discreción, poco le importaba el afán del joven por expirar, pero si se preocupaba por sí mismo, él aún no quería morir. Víctor acepto, creyendo que tarde o temprano descubrirían la pintura, colocando su apellido a la altura del nombre de un prócer.

  Bajo la macilenta iluminación, el señor Méndez visualizó un espacio vacío entre el insoportable descontrol. Su anfitrión había corrido unos cuadros y un jogging mugriento hacia un lado, para que su modelo pudiera ponerse cómodo. Lo invito a tomar asiento. No había sillas, el único lugar disponible era la ventana.

  Al sentarse en el alféizar, Méndez empezó a tener miedo. Nunca estuvo tan nervioso en su vida, las manos le vibraban como si tuviera que extirpar su propio corazón con un Tramontina, sin saber siquiera que los corazones que dibujan los enamorados no son reales. Agarro un habano de su bolsillo para detener esos temblores absurdos. No sirvió, siguió moviéndose como loco ante los gritos de Víctor que pedían quietud.

  “No es sencillo pintarte viejo, si te movés así, no podremos hacerlo” Méndez realmente deseaba continuar con la operación, pero no podía cesar sus actos compulsivos, sudaba como un cerdo, convulsionaba como si fuera que habría sido sometido a una mala praxis. Los pájaros canturreaban dándole la bienvenida al día. Se agotaba el tiempo, y la pintura recién comenzaba. Víctor enfurecía ante la repulsión que le generaba su arte, no le agradaba. ¿Pero cómo le iba a gustar si Méndez no se quedaba quieto? El pintor Rodríguez  copió a Méndez y se puso a fumar un cigarrillo de marihuana. Necesitaba tranquilizarse, ya era tarde, su frente bordeaba las venas encimadas en sus ojos. Esbozó unas líneas con su pincel, las rectas parecían curvas. Estrelló el pincel. Revolvió un cajoncito del mueble que estaba a su derecha y sacó una diminuta arma. “La puta madre, viejo. Este no era el trato.” Disparo seco.

  Víctor le acomodó las ropas a Méndez, quien estaba quietecito como si fuera una estatua de mármol. Limpió la mancha de sangre de su camisa con un trapo humedecido en saliva, lo sentó en una simpática posición, y le colocó el habano entre sus rígidos dedos de muerto. Siguió pintando feliz. “Ahora sí que está quedando bien viejo, eh.”

 El señor Méndez no conoció su rostro antes de morir.

 

 

sábado, 11 de octubre de 2014

Versos de mierda.


Rejunte de acá y allá
_____________________________________

-I-
Cedido el asiento reservado,
a la mujer de las piernas sin pies.
¿A dónde irá esa figura inerte?
No lo sabe,
pero cree estar yendo
en pos de la muerte.
¿Dónde está la nodriza de este paquete?

-II-
Con el calzado lleno de piedras,
se mantiene en pie la mujer sin piernas.
A su lado
una niña llora,
sentada sobre su equipaje.
Al otro lado de la calle
una niña ríe,
al hacerse madre.

-III-

Noche pintada de estrías,
tu no eres tinieblas,
eres día.
Negra bóveda reventona,
no te extiendas,
quédate dormida.

viernes, 10 de octubre de 2014


Piel de arcilla en enero,

pies inclinados en invierno.

Cuajos de carne sufriendo,

ante el ideal de ser un manjar espléndido.

Raciocinio desequilibrado por el cuerpo,

labios delineados con esmero,

dejadez a causa de un juicio enfermo.

Billetes intercambiados por espejos,

reflejos destruidos por dinero.

Yogures light y gimnasios llenos,

chachareo absurdo mientras se baja de peso.

Lista de compras para alegrar al cuerpo.

Incansable el silbido del teléfono.

Filas de una hora para pagar los impuestos,

ocho horas diarias, estas corto de sueldo.

Mujeres con aceite de avión en sus pechos,

hombres con extensiones en su sexo.

Niñas de reallities con traumas de obesos,

niños castigados por tomar muñecas en un juego.

Jóvenes con barba que creen ser insurrectos,

por agarrar una guitarra y decir esto.

Dos mil catorce años,

suicidios y Ebola esparciendo muertos.

Fin de la adolescente en manos del portero,

un público escatológico pide periodistas certeros.

Medios amarillistas le dan su merecido al pueblo,

mientras la farándula se asoma por un extremo,

para darle de comer al que no esté de acuerdo.

Sangre seguida por censos para ver quién es el mas apuesto.

Ficticios los límites, si la muerte no se acaricia con los dedos.

Cremas para detener este momento.