viernes, 18 de julio de 2014

  Los médicos me hacen preguntas que no sé responder. Pretender saber cómo sucedió sin poder clavarme en el lapso de lo que cuento, es absurdo. Suben el puente de los anteojos sobre la montaña de sus narices -sí, todos usan anteojos, todos tienen narices, es horrible- esperando alguna respuesta. Mientras, me sacudo, agarro el aire con las manos, lo suelto, le hago tajos. Siguen sin entender, respirando el aire cortado, lastimado. En unísono sangra el aire, y los tartamudeos que largo junto con la explicación de mi sintomatología. Ignoran que respiran coágulos, ignoran el desangramiento de mis palabras, cada vez más largas, cada vez más densas y estiradas. Si no tienen prisa, las perderán.
 Se deforman al decirlas, se hacen interminables.
 Separo en sílabas sin finalizar con la entonación de alguno de los componentes de la sílaba. Hago mal las escisiones, agrego guiones ortográficos para corregirme. Veo claramente cada palabra, cada sílaba. Corto las mayúsculas, todas las letras son mayúsculas; debo hacer la separación bien, sílaba por sílaba, agrupando letras, de a dos, de a tres, usando una regla que familiariza a ciertas consonantes y aleja a algunas vocales, cortando las sílabas con guiones, arriba de los renglones. No entiendo porque hago esto, justificar lo que tengo me da náuseas, ganas de llorar por las vocales, o por las consonantes. Soy una mayúscula en terreno de las minúsculas. Los médicos minúsculas me auscultan. Algo anda mal, lo veo en sus ojos; muy juntos, muy preocupados. Me exigen la explicación, una vez más. Vuelvo a separar en sílabas, me encariño con la a. Las a se vuelven incontables, son música de ascensor para nosotros. Finalmente nos acostumbramos.
 Nos acostumbramos al zumbido de los tubos de luz como a las tortuosas y cotidianas a. Las minúsculas lo hicieron primero, son sencillas, amigas de lo sencillo; guardan en un cajón los casos de mayúsculas. Ya se extinguirán, piensan.
 La herida larga momentos a borbotones, me clavo las uñas contra las arrugas de mis manos, ensanchando el surco de la línea de la vida. No dejaré que todo se pierda tan fácilmente. Intenté explicárselos con dibujos, cuando pierdo las palabras necesarias para que me entiendan, dibujo. Pero esta vez, no pude. Esa vez, aquellas veces. No puedo dibujar con una muñeca desnuda de coyuntura, las imágenes existen en tiempo y espacio, al igual que esta hoja, mi hoja para mi bosquejo, una hoja con la que no pude hallarme. Perdí la noción del tiempo desde que me empezó a suceder. Imposible fechar los acontecimientos. No sé si quiera que día es hoy. Un día a la tarde, o a la mañana, de eso estoy seguro. Debo sujetar las evidencias, apretarlas con la fuerza suficiente para penetrarme la piel. Aún se distinguir el Sol de la Luna. Si no fuera por eso, estaría fuera del espacio. De noche no es. Apostaría cualquier cosa, para comprobar que tengo certezas, algo me queda todavía. Los médicos tienen que enterarse de esto. No sé por cuanto tiempo mas tendré seguridades, no sé porque quiero saber el tiempo que me queda de lucidez. De nada sirve saber los días, cuando no se sabe que días corrieron y que días dejaron de pasar.
Carmen, mi querida Carmen. Espero que no hayas cumplido años en estos días, antes de la crisis castañeante, te había hecho una promesa, una promesa desconocida para vos, pero tan familiar para mí. Me repetí por noches enteras los planes que tenía para con vos, no quería olvidarlos. La mala memoria de siempre, la enfermedad, y los médicos despiadados; que no saben escuchar... Arruinaron todo, y yo colaboré en la destrucción. Es tan frágil todo, mi vida se desarma como un castillo construido con cartas españolas; se desinfla como lo hacía el bizcochuelo que preparaba mama, cada vez que la paciencia nos vencía y abríamos el horno a las apuradas. Mamá se daba cuenta de lo que hacíamos Carmen, mamá siempre supo que estábamos locos de remate, pero su vida no le bastó para imaginar a su pequeño niño blandiéndose contra la insensatez de los días. Nos veía como héroes, trazadores de un porvenir brillante, cuando lo único que centellea en mi mañana, es la ausencia de mañana; la esquina de esta habitación de locos, inundada por los mocos con que tapizo el piso cuando me pegan con la cuchara de madera. Me pegan Carmen, odian escucharme llorar en las noches, me arrodillo suplicándoles un tiempo para descargarme, pero que sé yo de tiempo; ni del tiempo del clima soy capaz de hablar. Las tortugas que sostienen al mundo, se asolean en verano. Es plano, mi mundo es plano. Puedo ver las estrellas porque no son estrellas, son brotes alérgicos a la catarsis que hace el mundo cuando se alimenta con las miserias. Puedo ver al Sol y a la Luna, porque el Sol y la Luna se mueven en mi mundo. Mi espacio siempre es el mismo, va de izquierda a derecha, hacia arriba y para abajo, pero nunca gira, nunca pasa el tiempo. Yo tengo frío, mucho frío en este hielo dorado en el que vivo. Sé que es de noche cuando lloro, de día no se me salta ni una lágrima de los ojos. Hago fuerza para que no se salgan de su lugar, necesito saber si está oscuro afuera o no, para entender cuando salga fuera, porque sé que en algún momento lo haré. Es mi manera de entender, procuro llorar sólo de noche para acunar a mi última verdad.
No me dejan salir del hospital, los Domingos -si supieras como juegan con mi desconcierto Carmen- me dan permiso para salir al Jardín, pero yo no sé que día cae Domingo, ni recuerdo el nombre de los demás días de la llamada semana.  El Domingo pasado fue Domingo porque ellos quisieron que sea Domingo. También fue Domingo para mí. He de rebautizar los días, amoldándolos a sus criterios, no quiero volverme loco; no loco para mí, al menos.
Me llevaron arrastrando al Jardín, intenté frenarlos, explicarles que no tenía puesto mi traje de Domingo, pero como justificarme, cuando había olvidado los días, cuando estaba bajo sus reglas. A las minúsculas no le gustan las mayúsculas, las hacen sentirse inferiores, sin elegancia. Me quisieron convertir en una minúscula. Lo supe desde siempre, desde el momento en el que me dí cuenta de que no somos todos iguales, y a las minúsculas no les gustan las diferencias. A las mayúsculas tampoco nos agradan, pero las disimulamos, nos quedamos calladitos porque somos menos. Esperamos el momento para atacar, la subidas de tono de voz que permiten la entrada de mayúsculas.
Carmen, no pude escapar. Empecé a recordar tu cumpleaños, y la crisis castañeante. Me extravío en cada castañeo con parada en nuestra vida.
¿Qué haces sin tu traje de Domingo? No podes estar vivo un Domingo, si no vistes como los Domingos.
Restaron un día en mi vida, lo tomaron como un día dormido, un día muerto, un día apto para pasear por cornisas sin peligro. Realmente ignoraba que era Domingo, si lo habría sabido, me habría puesto mi traje de Domingos, sin saberlo, sin entender de donde vienen los trajes de Domingo.
Ahí fue cuando me desnudaron. Me expusieron al Sol, contando con un cronometro el tiempo que faltaba para convertirme en una naranja. En la vida te toman de locos los locos. Yo tan cuerdo, tan saludable, tan castañeante... Y esos rufianes, divirtiéndose conmigo, porque sé que me tomaron por juguete; mas que por loco. Ni los locos merecen este trato, ni los muertos Carmen. Ellos no merecen castañear.
 De nuevo las mismas enfermeras que me ataron, con sus dientes de oro, preguntándome por el tiempo, por el origen de mis temblores. Sabía que era Domingo, ahora tenía tiempo, pero no podía encontrar la hoja, Carmen. Sin la hoja no soy nada, no puedo explicar, no puedo nada. Si podría ser capaz de hacer alguna acción, gestos, muecas, lo que fuera...
Los médicos sólo ven cabezas, para ellos no existen los cuerpos. Cabezas flotando los Domingos por el Jardín, cabezas lagrimeando en los rincones de los cuartos en las noches, cabezas para repiquetear con las chucharas de madera, cabezas que deben cazar antes de que se conviertan en cuerpos, antes de que piensen que nunca fueron cabezas. Algunas cabezas piensan que siempre fueron cuerpos, gelatinas de carne; esas cabezas ya están perdidas, las asesinan.
Somos peces en el Jardín, yo y los otros enfermos. Incluso vos Carmen, vos también sos un pez; un pez muerto; un pescado. Te pescaron antes que a mí por mi culpa. Te mandé al frente.
Me empezaron a amurallar poco a poco, los lunes, los días que sean, los días como se llamen. Tenía que salir, por vos Carmen, tan pequeña y tan de mi sangre, tenía que salvarte, pero terminé soltándote para rescatarme. Creyendo que sin mí no vivirías, preferí verte morir antes de suicidarme (porque dejarse matar, apolillarse en el rincón de los mocos, es un modo de fallecer a mano propia, evadiendo culpas.)
Correr es para los que tienen cuerpo. Nado en mis coágulos, manchones rojos en las plantas del Jardín. Quisiera ser un agua viva, para picar, para molestarlos. Médicos cazadores, enfermeras camufladas entre los árboles. Se les agita el corazón al tenerme cerca, les vibra la mano al intentar atraparme entre sus redes.
Caigo pesadamente, no puedo escapar de nada, sabiendo nada de mí. Mi cabeza yerta en el pasto, envuelta con una redecilla de metal, casco de esgrima antiguo muriéndose como si tendría vida en el mundo plano en el que habito. Carmen, quiero devolverte la vida; soplarte aire en la boca, inflarte hasta que crezcas, hasta que llegues a cumplir años, antes de la crisis castañeante.
Los peces siguen en el aire, agarro el aire, lo suelto. Soplo un poco para alejarlos. Peces, cabezas, pescados, muertos. El cirujano sentado sobre un árbol pone la carnada a su anzuelo. Espera pescar un Dorado. Yo espero a los tiburones, pacientemente, no vivo en el tiempo.  Me pongo a contar los peces que pasan, los cuento en letras, clasificándolos en mayúsculas y minúsculas, ya no hay mayúsculas. Me agradan las minúsculas ahora, me disgusta el sonido de las orejas al desplazarse; suena como un interruptor de luz en la oscuridad, como una gotera a mitad de la noche, como una media luna de uña rascando a otra media luna. Ahora entiendo, estoy castañeando como un zapato con taco caminando en cerámicas. Mis dientes mastican aire, mastican sangre, mastican a los peces gordos del jardín, mastican las manos de las enfermeras; para masticar mas sangre, más y más enfermedad, más pecas de Cielo.
 Tengo la nariz agujereada. Me la hicieron mal. Les pedí que me la hagan lisa, sin relieves, sin entradas ni salidas. Me desagradan las ventanas de mi cuerpo, las puertas también; aunque les tengo un poco más de simpatía. Es más sencillo echar algo grande por una abertura que comparta su tamaño, o lo duplique, que querer sacar los mismo por un agujero pequeño, casi invisible; probablemente inexistente. Fue fácil escupirte Carmen.
 Se cierran rápido, los que tienen el tamaño de la uña del dedo meñique; tardan dos segundos en desaparecer. Los cirujanos me preguntaron por qué me quejaba entonces. Ya se esfumaran los agujeros de tu nariz, no te quejes. No entienden. Les mandé un trabajo sobre mi cuerpo, para que lo hagan bien, no para que fallen como imbéciles. Estaban haciendo la residencia, se disculparon. Le podemos cocer la nariz señor, si así usted lo desea. Imbéciles. Se cierra sola, no es necesario. Ya me salió la cascarita, no debería arrancármela. Lo voy a hacer igual, estoy cansado de los no debería dentro de un terreno baldío. Tengo una multitud de cirujanos jovencitos en rededor, no se ven porque están escondidos. Detrás de los espejos que simulan paredes, sobre el techo, entre los dientes de oro que tiene la enfermera que me trae la comida; creo que también están metidos en la sopa. Ayer sabía raro. O estaban los residentes en el caldo, o le faltaba sal. Me confío más en la primera teoría, las segundas cosas que digo las invento; cuando puedo, pierdo la cuenta a veces, se complica el cumplimiento de las propias reglas. Hay que ser muy estricto para ser fiel a uno mismo. Yo no lo soy, por eso estoy acá, rodeada de residentes, curiosos mediquillos que apenas saben quien fue Pasteur. Saben tomar la presión, eso sí. Fundamental seguir el comportamiento de la presión. No valla a ser que uno esté hablando, contando lo que le pasa y de repente, PLOP. Explosión, como un globo. Un globo pinchado, con agujeros; siseando por el aire hasta quedarse sin aire, por culpa de los residentes. Están esperando algo, quieren que pase algo malo, cuanto más malo mejor; necesitan aprender, y si no pasa nada horrible, con mucha sangre, órganos dispersos por toda la habitación, o infecciones, no aprenderán. Por eso permanezco acá, por los residentes. Sigo las comidas religiosamente para que entren a mi cuerpo, sonrío en los espejos una o dos veces al día, para que puedan verme. A alguna conclusión llegarán, y la anotarán en sus libretas, si es que no se quedan dormidos, si es que no son masticados por la crisis castañeante. Carmen, te extraño tanto Carmen.

No hay comentarios:

Publicar un comentario