martes, 3 de junio de 2014

 Nos encontramos todos los días a las siete de la tarde, pero nunca voy a esa hora, porque sé que si salgo diez minutos antes voy a llegar cinco más tarde, y no me gusta hacer esperar. Si me esperan a las siete de la tarde, a las cinco ya estoy saliendo de mi casa. A las cuatro lustro los zapatos. A las tres y media me engomino el pelo. Media hora pasada de las cuatro de la tarde estoy a dos cuadras del punto de encuentro. Me pongo a silbar una canción para hacer más entretenida la espera, pero sigo con la sien en las siete de la tarde. Impuntuales, me sacan de quicio; ellos saben que van a llegar más tarde, pero insisten con una hora determinada. No tienen consideración, creen que uno tiene todo el tiempo del mundo para esperarlos. No hay nadie. Arranco una hojita de un árbol que tengo a la izquierda. Un sauce llorón. La desmenuzo como si fuera que estoy en una operación de extirpación. Despidete de tu hoja, llorón. Arrancó otra hoja. No tiene sentido. No habrán pasado ni dos minutos desde que estoy parado. Quedan muchas más hojas que arrancar, pero el tiempo seguirá estando trabado. Cuando lo vea venir, voy a dar la vuelta para volver a casa. Tiene que aprender que quien llega tarde, se encuentra en la misma condición que quien llega temprano, que sufra su impuntualidad así como yo tengo que aguantar los corolarios de la puntualidad. Podría haber ido a visitar a Pocha en este momento. Si vuelvo temprano lo voy a hacer, pasó mucho tiempo desde la última vez que la vi. Suele estar ocupada, a Pocha le gusta tejer, enmaraña las horas en una bufanda cuando se le apesadumbran las manos de tanto marcar mi número en el teléfono. O el número de su hija. Debe gastar una fortuna en teléfono, le gusta hablar, demasiado. Levanta el tubo para dejar correr la lengua por horas, hasta quedarse sin saliva, o sin palabras, lo que ocurra primero. La semana pasada desenchufé el teléfono. Olvidé avisarle. Necesitaba un descanso, unas vacaciones en medio de la vorágine del medio siglo pasado. Tomar té de tilo, ver televisión hasta tarde, levantarsé bostezando; estirando los brazos. Escuchar la radio mientras me quejo del clima. Que lo parió. Un pequeño recreo, bajar los niveles de ocupación aunque sea por una semana. Me habrá llamado, es seguro. Siempre lo hace. Rara vez la atiendo. Sabe que no me gusta el timbre de las llamadas, tiene que entender que no es en contra suyo, sino en ataque a las horas interrumpidas. Si se onfende, me importa un comino.  Pocha vive a dos cuadras. No toca timbre nunca, sólo llama, y algunas veces golpea la puerta con un puño nervioso. La reconozco, sé quien está a la puerta por sus golpeadas. Pocha no tiene paciencia, la finge, pero no la tiene. Si hay algo en que nos parecemos, es en eso. Le impacienta mi falta de paciencia. Por eso apago la televisión cuando golpea. No quiero que se entere de que estoy sentado en el sillón esperando a que sean las tres de la tarde, hora en la que me baño y lavo la dentadura. Me levanto a las seis de la mañana, me cuesta dormir, ni bien apoyo la cabeza en la almohada me levanto. Necesito saber la hora. No puedo dejar pasar el tiempo, a las siete de la tarde debo estar listo. Me esperan. Si Pocha toca timbre, lo hace a las dos de la tarde. Una vez le abrí la puerta, se quedo tres horas. Llegué tarde. Me hablo del clima, y del vecino. Dijo algo sobre una muerte, y luego me invito a tomar un mate cocido a su casa. Palabras más, palabras menos. No la pude escuchar bien, no tenía tiempo. Estaría cercana la hora, no podía tomar mate cocido, me tendría que haber lavado los dientes de vuelta de haberlo echo, y no tenía tiempo. Me esperaban, así como me estan esperando ahora. Me senté en un banco, un pájaro me cago un zapato. Si habría salido media hora después, no estaría buscando algún trozo de papel sucio para que brillen de vuelta. Debe estar por llegar, si no es que ya lo hizo. Olvido direcciones. La memoria ya no me funciona como antes. A la mañana, mientras desayuno, hago sopas de letras, para ejercitar las neuronas. Busco una o dos palabras, elijo las más complicadas para sentirme sagaz, si no las encuentro no me frustro, las cambio por otras, más fáciles, las que más rápido encuentre. Si no aparecen en la lista de palabras a encontrar la escribo justo debajo de la última. Así esta mejor, descubro palabras que no están. A veces destapo algunas que no fueron visualizadas aún en el Diccionario de la Real Academia Española. Descubrir nuevas cosas me hace sentirme joven. Ochenta y seis años. Cuarenta con cada palabra que encuentro. Me tocan la espalda. Es Pocha, lo sé, llama a la gente de la misma manera que llama a la puerta. Cierro los ojos e inclino el sombrero, no quiero verla, tengo cosas que hacer. Pocha no es ninguna tonta, es vieja, pero no tonta. Bromeo para disimular. No quiero que se de cuenta de que la estoy evitando, si supiera quien me espera, insistiría en quedarse. No le voy a contar, diré un par de chistes y alimentaré a las palomas. Sacuden el cuello cuando caminan. Todos marcha de manera natural. Agarro un pan duro del bolsillo de mi saco. Pocha se sienta al lado mío. Andate. No se lo digo. Andate. Saca maíz de la cartera, las palomas la rodean. Me dejan sólo. Siete de la tarde. Debe faltar poco. Tiene que irse, no puede verme con ella. Si me ve con ella pensará cualquier cosa. Me dirá que le mentí. ¡No! No pienses cualquier cosa, es solo Pocha, la vecina. Una vieja loca. Mis muertos siguen siendo de oro. Los tengo ahí. En la pared colgados como si fueran moscas aplastadas contra la pintura. Pocha no los ve, para ella son sus pares. Para mí es oro muerto. Pocha habla con ellos, se entienden, entonces la coloco en el mismo sitio que ellos. En la pared, sobre la repisa. Sigue tirando maíz a las palomas como si no habría pasado nada. Pobre Pocha, si supiera donde está no estaría malgastando su tiempo. La miro a los ojos para atisbar al miedo entrante. Nada. Ignorante, no se da cuenta aún. Pocha me habla, tu mamá te vino a buscar. Dice. Está muerta, no sé de que habla. Noventa años tengo, mamá tenía setenta y tres cuando murió. Muerte prematura, quemé su cuerpo y compré una hurna de oro. De cobre, en realidad. Pero dorada en fin, de oro para mí. A las siete de la tarde aparecerá, Pocha debe irse. Miro a la izquierda. Está nublado. El sauce llorón sigue llorando. Sigo parado en el mismo lugar. Debería haberme anotado la dirección en un papel, quizás no era acá donde habíamos quedado. Las palomas se comieron todo el pan. Gracias Pocha por cuidarlo. Mamá me alza y me lleva en brazos hasta casa. Arrastro mi teléfono de juguete, los números hacen luces de colores. Mordisqueo un poco el cable mientras pienso en Pocha. No la quiero ver más. Es vieja. Una vieja loca y aburrida. Lo mismo de siempre, miro el reloj y me doy cuenta de que aún no son las siete de la tarde. Debo salir quince minutos antes de mi casa. Seis y cuarenta y cinco, mañana saldré a esa hora, ahora esperaré, no puede tardar mucho más tiempo. Deben ser las seis y media. Pocha me voy, tengo que ir a trabajar. Cuida al nene. No me dejes de vuelta con Pocha. Me enojo con mamá, le muerdo la mano. No tengo dientes, alguien puso encías en su lugar. Me quejo, quiero quedarme sólo dije. Nuevas palabras de la sopa de letras, salen.

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