domingo, 8 de junio de 2014

Sábana roja sacudiéndose en la soga donde la mucama tiende la ropa. Broches coloridos sostienen las manos petrificadas por las llamas de fuego que, de un día para el otro, se apagaron. El Sol está desapareciendo, pero sigue estando en dónde está, no se mueve, no podemos quedarnos quietos, dejame dormir una hora más; no me zarandees más, quiero seguir con las orejas cálidas por el aliento que impregnaste en mi almohada. La señora madrugó al igual que las gallinas, el gallo nunca deja de cantar, tendremos que cortarle las cuerdas vocales o convertirlo en guiso. Fue mala idea irnos al campo, no me agradan los ojos enremolinados de los árboles; quiero seguir durmiendo, dejame descansar. Las cortinas se abren por el viento, sospecho que los árboles quieren que los vea, pero no, es la mucama que ha terminado de tender la ropa y me ha traído la bata. Sus manos rociadas con agua apestosa de lavanda me acaricia la frente y me estira el entrecejo. No hay motivo para enfurecerse, la pasión enmascarada está a la vista, a fuera, junto con los manteles blanqueados con lavandina. No puedo sentir lástima de una silueta desdibujada por el trabajo forzado, sus macizas piernas son más fuertes que mi débil situación. No repetiré cosas que ya sabes, alcanzame la bata, no te quiero traer recuerdos con mi inexpresiva desnudez. La seda me da náuseas, vestirse como un noble estando cubierto de una capa de desechos. ¿Cómo seguirá sacudiendo el polvo de los muebles? Están limpios, veo mi reflejo en ellos; la habría matado para que la sangre estalle sobre ellos y no me permita ver a este hombre esmirriado por la insesatez de un baño de Luna. Frota la mesa de roble con la misma ferocidad que utilizaría para darme vuelta la cara. ¿Para que querrá golpearme? Sólo pienso en asesinarla, pero luego me desvanezco por amarla; hasta que me distraigo en la buhardilla con el suave vaivén de unas jovenes caderas. Dame de desayunar, necesito deshacerme del sabor de tu aliento de pan duro. Los escondites que se abren debajo de tus arrugas me hacen sentirme más joven, como me gusta absorver los restos de tu juventud. Aspiro todo lo que entre en mis pulmones, llename el estómago antes de que me invada la cruda sensación de que estoy más allá de lo cocinado o recalentado. Los cotilleos del living me distraen de mi cavilación, agradezco a esas voces conocidas que me salvan cuando la culpa de matarte me cierra la garganta. Recupero el aire rodeado de adolescentes sonrientes, pero al mismo tiempo me disipo entre los dientes de porcelana que de las encías me cuelgan. No pertenezco, no te pertenezco; pero vos sos mía, alcanzame las pantuflas, no valla a ser que me resfríe. Cuanto vigor parece existir en tu cuerpo cuando acaricio los lunares de tus papilas; que feliz pareces cuando no estoy enviciandote con mi petrificante mirada diurna. Soy cuando veo los rayos del Sol haciendo iones en la pared con el retrato de mi esposa, soy cuando se despide dándome un beso tibio en la frente, soy cuando estoy dando vueltas en el colchón hundido por su pesado cuerpo, soy cuando te conduzco a escondidas hasta las sábanas rojas que arrugamos con cada tirón de perdición, soy cuando remato el error observandote con reproche. ¿Cómo se atreverá a hacerle esto a mi señora? Mi vieja y marchita señora, ignorante de todo demonio tejido en mis facciones caídas por las ochenta y cinco primaveras pasadas. Cuantos inviernos y otoños tienen aquellas treinta primaveras, lanzadas a los residuos de los servicios. Cantarías libertad si no estarías atada con las amenazas de la realidad. Quien te habrá metido la boba idea de que afuera es peor, no vas a conseguir nada querida, quedate a mi lado; mantenete a pie con las oscuras caricias de un anciano solitario, un hombre que al tenerlo todo olvidó que era tenerlo todo. Otro saludo que me hace volver en mí, mi achacosa compañera ha llegado, mientras tanto, mira para otro lado, quedan muchas sábanas rojas perfumadas por tu sexo que lavar.

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